viernes, 12 de junio de 2009

El puerco y las conchas


Estoy sentada junto a la puerta de la caravana que es ahora nuestra casa. En la playa. En medio de la playa Buenaventura. Veo el mar, las montañas de cactus. No hay nada más. Camiones llenos de luces de colores que las atraviesan, como fantasmas, aparecen de la nada y desaparecen tras la montaña. En el agua están Bryan, el canadiense con su hija Azul a la que yo veo amarilla por mis gafas de bucear. Hace mucho viento y están llegando nubes negras. Parece que va a llover. La mujer de Bryan nos ha regalado, además de un gran desayuno mexicano, unas conchas. Decidimos hacer collares que venderemos en San Diego. El silencio es casi absoluto, tan sólo se escucha, muy leve, el sonido del mar, uno de los mares más tranquilos que he visto nunca. Lejano me llega también el sonido de Beijing 2008 en la televisión del restaurante. Este sonido aparece como una constante en nuestro viaje, que comenzó, como los olímpicos el día 8 de agosto. A mi espalda y a la sombra de la caravana está el cerdo de Buenaventura. Un puerco rosa, grande, que vive en la playa, come conchas y se baña en el mar. Todo está tranquilo ahora, aunque aquí, en esta playa, y según cuentan los lugareños, la tranquilidad no dura mucho tiempo. En el restaurante, en el que hay una media de 5 turistas por día, te preguntan con recelo que qué es lo que dices cada vez que oyen la palabra Buenaventura en una conversación. Como si les diera miedo que alguien pudiera estar desvelando su secreto. La playa la controlan tres personas. El hostelero de la Mano Negra, metido en asuntos muy oscuros y conocido en toda Baja California. Olivia, camarera del restaurante , con la boca levemente torcida por algún tipo de parálisis y con una belleza decadente que impresiona. Tiene pinta de haber sido adicta a las drogas en otros tiempos, y un marido, americano, que hace chistes sin parar. Según nos cuenta un turista austriaco adicto al tequila y amante de Tijuana, parece ser que fué Olivia quien montó el hotel hace muchos años con unos socios italianos y el hombre de la mano negra se lo robó un día, hace muchos años también. Tras la barra está Feliciano, empeñado en emborracharnos con tequila, a lo cual tampoco nos resistimos mucho, y que no para de bailar. No hay nadie más. Por la noche se escuchan los camiones a lo lejos y se ve la luna gigante, y el cerdo que duerme bajo su luz. Es una imagen inolvidable, preciosa, y sin embargo es inevitable sentir miedo. Los turistas austriacos se empeñan en que nos quedemos, borrachos, a beber más en su caravana. Tienen un interés especial, y siniestro, en que no nos movamos de allí. Pensamos en que tal vez quieran hacer un intercambio de parejas. Yo me escapo de allí y me baño desnuda bajo la luna, no consigo estar tranquila del todo. Este lugar está fuera del mundo. Para salir de aquí hay que parar un autobús que pasa una vez al día, no se sabe cuándo, y al que hay que esperar en medio de la montaña con unos 50 grados que no te dejan distinguir lo que es real de lo que es puramente nuestra imaginación. Tal vez, ahora que lo pienso, nada de esto sea real...

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